La vida se abre paso

La vida se abre paso aunque no estés

La vida no se detiene por nadie, pero qué lento pasa el tiempo cuando no estás. Se hace difícil respirar a medio pulmón, latir con medio corazón. Tener la vida partida en dos.
El paso se vuelve lento y pesado, recordando cómo volaba en tus manos, cómo flotaba entre tus caricias.
Sigue girando la vida, a pesar de que me falta tu sonrisa para alegrarme el día. Me falta tu voz para acelerar mi corazón. Me faltan tus abrazos para calmar el dolor.
Escucho el tic tac de este reloj que no te deja de llamar, que no cesa de esperar a que llegues y reúnas cada pedazo de mi ser.

Llovía, extrañamente llovía

Existen personas que, sin saberlo, llegan de la nada y nos salvan.
Así, te encontré a ti, una mañana de finales de abril.
Llovía, en esta ciudad tan seca, llovía. Mientras esperabas tras tu paraguas y una sonrisa de oreja a oreja.
Estaba nerviosa (siempre tan nerviosa) cuando me abrazaste y sentí volver a tus brazos otra vez. A veinte años atrás en el tiempo fugaz.
Como si la vida no nos hubiera separado, hablamos de todo entre cervezas y una buena comida. Cada vez me sentía más cerca de ti, más la niña que fui. Y deseé besarte y volverme a encontrar en un beso por un instante.
La tarde transcurría con lluvia pero sin prisa, no sé en qué momento lo sentiste, pero, de pronto, me encontré con tus labios rozando los míos y mi tímida lengua buscando la tuya. Explorando los recuerdos de nuestros primeros besos. Aquello no fue un beso, fue una descarga de vida y de magia al instante. Sonreíste y me apartaste a un rincón del parque para seguirnos besando, bajo aquella fina lluvia de abril.
No era capaz de pensar en nada más que flotar y nadar entre tus labios, una y otra vez. Rozando, lamiendo y sintiendo.
Entre susurros preguntaste:

  • ¿Qué quieres hacer?
    Un «Quiero estar contigo»,
    brotó firme y dulcemente de mi garganta.
    No recuerdo cómo la ropa cayó, pero sé que se fue desprendiendo de mi piel entre tus manos y caricias. Sólo podía sentir y latir sin fin.
    Fuiste explorando mi cuerpo, besando, acariciando y lamiendo, mientras me iba deshaciendo en gemidos por tu piel. Me senté sobre ti y cabalgué una y mil veces, contigo dentro, partida en mil. Sentía cada centímetro de tu ser en mí, perdido en la profundidad de mi cuerpo, llenando, completando, oprimiendo mis entrañas. Entre gemidos y caricias me fuiste llevando intensamente al orgasmo. Tus manos acopladas a mis pechos danzantes, tu miembro en mí y yo bailando hasta la muerte sobre ti.
    Caímos los dos, vencidos por la pasión. Desvencijados sobre el colchón, mientras el corazón latía con fuerza y se preparaba para todas las veces en que lo hicimos aquella noche de abril, en la que llovía; extrañamente llovía.

Alas en las pestañas

Miradas

«¿Quién te enseñó a mirar con alas en las pestañas, mujer?

¿Quién le dio poder a la llama para crear una hoguera cada vez que miras?

Porque cuando te miro me abrasas el corazón,

me quemas hasta la ropa y arde mi alma

en este duelo por amarte eternamente.

Y cuando no veo tus ojos me pierdo en esta ausencia,

pues es tu mirada la estela de un cometa

que colma mis noches con su luz.»

Nunca aprendí a ver los objetos que había sobre una mesa como seres inertes, como una naturaleza muerta. Un abanico medio abierto en colores azules, salpicado de flores alegres una taza de café y su inseparable amiga la cucharilla o una simple brisa en el servilletero, creaba el marco perfecto de un feliz encuentro.

Pasea una sonrisa, por mi derecha, que desentona con su mirada incómoda y me pierdo en otra historia que aparto de mi mente pues porta tormentas en sus párpados caídos.

Un cálido roce sobre mi mano izquierda devuelve mi latido a esa historia que he dejado sobre la mesa, apenas unos segundos antes. Una franca sonrisa que invade mis ojos, tan serena, tan tuya y me cuelo en ti, y te dejo adentrarte en las ventanas de mi alma, que tan solo tu sonrisa hace que se abra de par en par.

Recuerdos de esas rejas oscuras que trazaron un sinuoso lazo hacia tus ojos un tiempo atrás… Cuando ya te había visto pero no te había mirado. Cuando en mi descubrimiento del mundo observando más allá de la ropa, los gestos, los comportamientos, hallaba en los ojos lo que las almas guardaban. Donde encontré miradas de las que escapar, para no perderse nunca en ellas ni para dejarse encontrar.

Siento de nuevo ese vértigo que es adentrarse en el laberinto de tu mirada y ver más allá… El cuerpo desaparece y entras en paisajes montañosos, ríos caudalosos; en eso sonido tan parecido al del mar pero son tus latidos los que escucho, y hay alegría y tristeza, y una inmensa ternura contenida, no entendida, relegada al margen de aquellos que no sienten, de aquellos imitadores de lo inerte que constituyen la naturaleza muerta de los oscuros bodegones.

Sigues sosteniendo mis manos y me vuelvo a sonrojar, nunca ha sido timidez sino la capacidad de ver más allá, si para mí estabas desnudo ante mis ojos así me sentía yo, escondiendo de tu mirada cada rincón de mi alma.

He conocido tantas almas como miradas, ninguna ha sido esa magnífica aventura de encontrarme con los miles de acertijos que descubrí en un salto del corazón a  mirada descubierta.

Volver

Volver a las noches en las que hablábamos piel con piel.

Al susurro de nuestras bocas en la habitación.

Volver al gemido contenido sobre el colchón.

Al palpitar estremecido donde ya no somos dos.

Al susurro de nuestros nombres perdidos en las caricias.

Volver al roce de nuestros cuerpos derretidos por la pasión.

Al crepitar de las lenguas batallando sin control.

Te propongo

Un abrazo

Te propongo un abrazo del que no quieras soltarte.
Te propongo que sean mis labios los que encajen con los tuyos.
Te propongo que la magia no se acabe al despertar.
Te propongo una mirada que sea infinita cuando de  sueños se trate.
Te propongo solo amor…

Ahora

Ahora que te vuelves tiempo detenido entre mis labios.
Ahora que convertido en huracan estremeces cada poro de mi piel.
Ahora que mana lava de mis entrañas cuando te siento tan dentro.
Ahora que me va faltando el aliento de caminar por tu piel.
Ahora que soy solo grito estremecido sobre esta cama.
Es ahora cuando muero en ti.

Muero en ti

Desde que no escribo

Desde que no escribo por si me pierdo, por si te pierdo, por si te alejo, por si me alejo. Porque tengo miedo a abrir un mundo que no pueda volver a cerrar. Por si las letras cobran vida y me alejan de la realidad donde estoy hastiadamente sumida.

Sumida y sumisa como alguien que ha decidido tirar la toalla y aceptar qué es lo que viene, sin siquiera saber qué viene y qué va, ni a donde me llevan mis pequeños pies.
Así, cobardemente estoy desde que no escribo.

El silencio es el grito más profundo del alma

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Si cada vez que abrimos una puerta a un mundo nuevo y desconocido pudiéramos retener en nuestra memoria la multitud de sensaciones que un lugar nos produce, quizás en cuestión de pocas horas concluiríamos quedarnos para abrir todas sus bellas estancias, o salir huyendo de un fuerte portazo para no entrar nunca más.

Delante de las puertas que se convertirían en el resto de mi existencia me encontraba una hermosa mañana de primavera. El olor a mar impregnaba mis sentidos recordándome cuánto lo anhelaba mi piel, el cielo de un azul intenso donde no había ni una nube perdida. Todo era hermoso aquella mañana con las aceras colmadas de árboles en flor y esa luz solar que ya había empezado a añorar se coló en mis ojos el tiempo suficiente para darle un respiro a mi enorme nerviosismo. Iba a conocer a mis futuros suegros y tanto me habían prevenido sobre ellos que no sabía siquiera que hacía en aquel lugar.

Si tan solo hubiera hecho caso a las sensaciones, nada habría pasado entonces, al abrirse aquella puerta a un mundo oscuro y claustrofóbico habría salido corriendo, pero no lo hice y el tiempo solo es sabio cuando ya es pasado. Cuando ya es pasado…

Qué contraste inmenso sentí al abrirse la puerta donde me esperaba mi futura familia a la que yo ingenuamente pensé que vería en muy contadas ocasiones.

Sobriedad, oscuridad y rectitud serían las palabras que  describan aquella gran casa y gran parte de lo que me iba a esperar desde los veinte años hasta los cuarenta en los que decidí esfumarme antes de morir, como si un libro de Dan Brown pujara con  tragarse mi existencia.

Fue una comida formal y protocolaria, mi suegra en su papel de anfitriona perfecta, mi suegro mucho más cariñoso y distendido. Difícilmente encajaba allí porque sentía que me asfixiaba a lo largo de aquella comida, ellos tan del norte y yo tan del sur, mientras oía las impertinencias del gracioso de mi futuro cuñado mayor y por educación y no violentar a nadie tenerme que morder las palabras para no responderle.  Si todos tenemos un cuñado el mío valía por cincuenta mil de los vuestros. El modelo de mi marido estaba allí sentado, todo lo que sería imitado en mi futuro matrimonio estaba presente ante mis ojos aquel maravilloso día. Su esposa sosa, silenciosa y sumisa representaba el ideal en el que tendría que convertirme yo.

Durante el par de horas que duró mi presentación en la familia todas las alarmas respecto a mis suegros desaparecieron, eran puras fantasías de mi marido, puras ideas insertadas en su cabeza por la maldad de Carlos su acomplejado y enfermo hermano mayor. Y fueron sustituidas por un tengo que venir aquí lo menos posible, aunque eso fue una dosis pequeña, nuestras vidas poco tenían que ver con ese nuevo mundo que empezaba a vislumbrar, regado de cantidades ingentes de alcohol, machismo, violencia intrafamiliar de todo tipo, fuerte clasismo por no llamarlo mediocridad suma, Iglesia y  la gran “Obra de Dios” y su enorme camino hasta las mismas puertas del Vaticano, serían mis nuevos compañeros de vida. Además de Pablo, mi futuro y radiante esposo.

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